
El silencio y un gesto. El silencio de los ancianos y de los niños heridos que esperan sin demasiadas esperanzas que alguien los atienda. Y el gesto de un hombre que con sus manos desnudas arranca las vigas de hierro de un supermercado de la calle Dalma. De pronto, se gira hacia la multitud que lo observa y se lleva un dedo a la boca pidiéndole, ordenándole, silencio. El hombre ha creído escuchar una voz que pide ayuda. Una voz que, todavía, clama en el desierto.
En la capital de Haití, los miles de cadáveres se apilan sin control en las calles y las aceras y las enfermedades acechan a los supervivientes.
En el aeropuerto de Puerto Príncipe son muy pocos los aviones de ayuda internacional que descargan víveres o alimentos. Y en las dos horas largas de recorrido hacia el centro de la ciudad, no parece que los haitianos estén recibiendo aún mucho consuelo internacional. La gente pasea silenciosa por las calles, intenta conseguir algo de comida o se para a mirar ante el cadáver impresionante de un supermercado donde se trabaja hasta que se hace de noche porque se siguen escuchando gritos que llegan desde los escombros o tal vez desde el deseo. Porque con el paso de las horas, las posibilidades de encontrar supervivientes se van adelgazando cada vez más. De lo que no hay duda es de que el recuento de cadáveres llevará aún mucho tiempo.
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